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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Carta a mi Primo Horacio

Fue un 21 de septiembre de 1976, cuando salí de mi tierra, Uruguay. Con trece años cumplidos, no conocía ni hubiese querido conocer otras opciones, y es que junto a mi padre y hermano, nos reuniríamos con mis hermanas y mi madre, que aguardaban nuestra llegada en Venezuela.

Era de mañana creo, un calor avasallante se batía contra nuestros rostros en una brisa salina que venía de un espectacular mar Caribe, visible desde las escaleras del avión. Aquel azul intenso, con sabor a playa, a verano, a vacaciones, contrastaba con la vestimenta formal que traíamos, que a pesar de ser veraniega, era mucho en todos los sentidos. Traje verde oscuro, camisa amarillo claro, corbata verde, y relucientes zapatos negros, todo comprado para la ocasión. Mi hermano que contaba entonces con diez años, un poco mas deportivo con campera azul oscuro y pantalones de vestir, mi padre en un impecable traje gris con camisa blanca y corbata gris obscura.

Caminar por la pista, a un lado de aquellos inmensos aviones era para mí, como en una película, después de quedar impresionado con el aeropuerto de Sao Paulo, escala obligada del vuelo, ahora ya de día podía apreciar todo. Después de recoger unas maltratadas maletas, que contenían el resumen material de lo vivido en nuestra patria, nos dirigimos a un taxi que nos llevaría a nuestra nueva morada.

Lo recuerdo como si fuera hoy, con el vidrio a medio subir, la brisa caliente nos ponía los ojos chiquitos, sin embargo no perdimos detalle de las gigantes montañas que bordean el sinuoso trayecto que lleva al corazón de Venezuela. Ya en mangas de camisa, en una justa parada después de dos horas de carretera, llegamos a un restaurante de la vía llamado Dos Caminos, que según el taxista era mitad del camino, justo ahí donde terminan las montañas y comienza una inmensa llanura que bordea el horizonte.

Nos miraban como las gallinas a un perro, con gran recelo, y como una cosa rara, ¡claro! éramos “musiús”, a la vez yo observaba con atención su forma de vestir, y sus caras, tostadas unas mas que otras, nada que hubiera visto en mi corta vida. No entendía absolutamente nada de lo que hablaban, pero entonces no importaba…solo el refresco, y ver a mamá.

Luego de otra hora, y prácticamente sin ver una casa más en el recto camino, dejamos la carretera principal para adentrarnos por una vía rural de tierra. Por el vidrio trasero del auto, podía verse una enorme nube de polvo rojizo que borraba el paisaje llanero; seco, árido, con unos pequeños árboles de hoja ancha llamados chaparros sobre un límpido cielo azul que informaba que no habría lluvias en días.

Dos altas barandas de hierro, paralelas, de cómo cien metros de largo, cerradas en círculo en cada extremo haciendo como un pasillo, anunciaba que estábamos llegando al pueblo. El taxista informó que se trataba de una “manga de coleo”, en casi todos los pueblos llaneros hay una, pues colear es un deporte nacional, y consiste en perseguir a un toro y agarrarlo por la cola para luego voltearlo.

Delataba nuestra entrada al pueblo un “mataburros” el cual rechinaba con el pasar de los autos, no mucho más allá, estaba la Medicatura Rural de Guardatinajas, una edificación pequeña, con techo de dos aguas cubierto en asbesto y pintada de azul y blanco, como todas las dependencias del estado. A un lado, poco detrás, unida por una acera pequeña, estaba nuestra nueva casa, bajo un frondoso árbol de mangos cuya sombra se compartía con la Medicatura según la hora.

En la calle, como un acontecimiento, fuimos recibidos por mamá, mis hermanas, (Isolda y Pamela) y la vecina de enfrente Doña Vera una encantadora viejecita italiana, enfermera en los tiempos de la guerra mundial. Todo era alegría, abrazos, besos, y lagrimas,…hacia seis meses que no veíamos a mamá.

Otra vez volvimos a ser una familia unida, si bien siempre estuvimos en mudanzas, y viajes separados por distintas causas, nunca fue como esta vez.

Guardatinajas es un pueblo de unos mil habitantes, quizás más, con los alrededores; tiene tres o cuatro calles principales, otras más llenan un cuadriculado que tiene por centro la Plaza Bolívar, la Iglesia, y la policía.

El primer sentimiento al ver aquello, fue de decepción, la odiosa comparación de todo el que llega de otra parte decía que eso era horrible, y yo venía de Colonia del Sacramento, de una bella ciudad turística, irónicamente fue allí, en Guardatinajas, que me di cuenta lo bella que era.

La gente del pueblo, aunque amable, me resultaba distante, los niños me veían, se reían, y se burlaban balbuceando palabras simulando hablar ingles. No era común entonces, ver a un niño rubio de piel blanca; en esos pueblos del llano, salvo raras excepciones todos son mestizos, cuando no, morenos.

Pero todavía había esperanza, a treinta kilómetros estaba la ciudad donde estudiaríamos que se llama Calabozo y me había dicho mamá que era tan grande como Colonia.

Grande si era, quizás más, pero como Colonia nunca. Entramos por la calle principal; a través de las franjas de los vidrios de la ambulancia, sentados sobre la camilla, podía ver unas estrechas aceras de un metro o menos que bordeaban la también estrecha calle, ¡en algunas partes eran hasta de un metro de altura! Casas de bahareque, pintadas de colores que iban del azul fuerte al rosado viejo algunas desconchadas dejaban ver los antiguos ladrillos de la época colonial.

Nos bajamos en la acera de la Plaza Bolívar, la cual tiene una reja en bronce de dos metros de alto que solo deja entrada en las esquinas. Vestidos para la gran ocasión, en traje, esta vez sin corbata y soportando gran calor, caminamos observando todo a nuestro alrededor y la gente nos veía como lo que éramos, unos extraños.

La Villa de todos los Santos de Calabozo, es una ciudad enclavada en el centro del Estado Guárico, y este a su vez en el centro de Venezuela, en los tiempos de la colonia exiliaban a los infractores en este pueblo que esta a más de trescientos kilómetros de Caracas, de ahí su peculiar nombre.

En aquel entonces y con mis trece, sentí otra decepción, profunda, pues agotaba la esperanza. Aquella ciudad que distorsionaba mi concepto, las casas viejas, los comercios enrejados, la gente tan distinta, desde el hablar hasta el vestirse e incluso su forma de pensar, fue como un golpe. Venezuela no era lo que pensaba. No me gustaba para nada.

Y empecé el liceo. El cantito con que hablaba, la forma de pronunciar la “LL” y las palabras “raras” que utilizaba me hacían blanco de constantes burlas de mis compañeros y hasta de los profesores. Lo mejor eran las horas del mediodía que nos reuníamos con Pamela e Isolda para almorzar y luego en la tarde, la vuelta a Guardatinajas, a la familia.

El primer año, lo pase planeando mi regreso a Uruguay, por tierra. Me había impresionado una moto que jamás había visto; una Honda de 1200 c.c. y cuatro cilindros, todo un monstruo, costaba 12.000 bolívares. Pensaba trabajar, juntarlos, comprarla e irme, así, sin más.

Tenía una enciclopedia de América del Sur, donde había trazado mi viaje, soñaba con aquello todos los días.

Sin embargo, la adaptación fue llegando, empecé a hablar como se hablaba allí, a usar sus palabras, y a ser aceptado, siempre como “musiú”, pero aceptado al fin. Y entendí que ese era la vida, mi vida y la acepte.

Toda esta historia, estos detalles y otros más grabados en mi mente, los analizo hoy, después de 27 años, y los quiero compartir porque son parte de mi esencia, de mí ser.

No recuerdo faltas de nada, tampoco recuerdo abundancias excepto de comida, quise muchas cosas que jamás tuve, pero nada de traumas, nuestros padres nos enseñaron a conseguir lo que queriamos, a esforzarnos por ello, que el mundo era nuestro, que todo es posible con un poco de sacrificio. y ese es nuestro mas preciado legado.

Creo que el dejar Uruguay y mi periplo por distintas ciudades de Venezuela me han hecho un poco egoísta, aprendí para mal o para bien que no se debe mirar atrás, que hay que ver el futuro y vivir el presente en función de aquel.

Sentado en mi computadora, en Santo Domingo, Republica Dominicana, circunstancias parecidas, llamémoslo búsqueda de oportunidades, o algún gen heredado, me hicieron salir de Venezuela, esta vez junto a la familia que encabezo.

Ahora, aquí, siento ese mismo sabor de extrañeza de los primeros días en Venezuela, sin saber a ciencia cierta que nos depara el futuro, hago planes para mis hijos tal cual lo hicieron mis padres, con una sola consigna: pa’lante.

Trato de imaginar que siente mi hija Ariana que ya cumplió 11años, si bien esto no es tan distinto a Venezuela en muchos sentidos, es comenzar de nuevo: escuela, maestros, amistades y hasta aprender a hablar…Imagino que se siente como yo aquella vez, como alguien extraño, que no es de aquí.

Fabián de ya cuatro años, asimila los cambios junto a los del crecer, aquí llego a su primer Colegio, y todavía sus amigos somos nosotros, la familia. Para él es tan solo una nueva casa, (la tercera que conoce en su corta vida).

Obdulia, (Yuya) mi amiga primero, esposa y madre de mis hijos, compañera de aventuras, luchas, alegrías y desazones, comparte mi entusiasmo por lo nuevo, por lo promisorio, con gran optimismo, pero sé, por los trece años que llevamos juntos, que detrás de la coraza, hay sentimientos encontrados que quizás por la situación de incertidumbre que atravesamos, no los exterioriza, y solo tiene para nosotros palabras de aliento, y de esperanza.

Ella, al igual que yo, tiene su historia peregrina. Nacida en Cuba, de madre española, y padre cubano, a los cuatro años, iniciada la revolución la llevaron a Madrid, y luego a Caracas donde transcurrió su niñez, a los quince y por razones económicas, creo, llegó a Calabozo también, donde nos conocimos cuando contaba ya veinticuatro años.

Hoy, con su padre fallecido, su madre en España, sus hermanos, Fernando en Calabozo, y Maria Dolores, en Caracas, se encuentra junto a mi, probando sinsabores en un nuevo terruño: Republica Dominicana.

A esta altura, y con cuarenta años, sintiéndome todavía el muchachito de siempre, con mi inseguridad a cuestas, preguntándome siempre si son estas las mejores decisiones, vuelvo a empezar. Un poco sin saber de donde soy, ni adonde pertenezco. Un poco uruguayo, un poco venezolano, y tratando de penetrar la vida diaria de un nuevo país.

Si bien esto parece un resumen de vida, no trato, ni podré nunca, poner al día 27 años de ausencia de palabras de mi parte, no podré tampoco justificarlo, simplemente no escribí, demás esta decir que llevo muy dentro a mi Uruguay, y un recuerdo siempre presente de mis tíos y de mis primos, Horacio y Gonzalo. Y quizás de forma egoísta, en este “reencontrarme” en Republica Dominicana, vuelvo a valores básicos, a mi Familia…a mis raíces…a mi Uruguay…

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